
—Abuela, ¿por qué se pelean los gatos?
Este libro es una suerte de diario, donde una niña, Aroa, nos adentra en su particular visión del mundo y todo lo que va descubriendo mientras crece. A través de su mirada limpia, sin esquinas ni dobleces, viajaremos a la niñez, esa época de exploradores incansables donde los días se convierten en extraños y gigantescos globos por atrapar.

Es octubre y hace sol. En cambio, el sábado estaba lloviendo y no pudimos ir al parque a investigar. Me gusta hacer de detective, remover la tierra con un palo y buscar piñas, plumas de pájaros y piedras bonitas. Como todo estaba encharcado, nos fuimos a la tienda del chino. Me pedí una pelota pequeña, un aro grande y un dinosaurio con alas, de color morado. Al salir, nos encontramos a la jefa del comedor del cole; no la que está en mi mesa, sino la que regaña y dice: “Tú has comido muy poco”.
Hemos puesto dos lentejas en un vasito de yogur y las hemos tapado con un algodón mojado. Dice mamá que en unos días saldrán las plantitas. Mientras se lo contaba a la abuela se me escapó un eructillo.
Y me senté en la cama para escucharlo mejor. La abuela me contó que había un gato que perdió su collar en el campo y que lo buscó por todas partes sin encontrarlo. Se le hizo de noche y descubrió un castillo. "Ah, dormiré aquí y mañana seguiré buscando mi collar". Al abrir la puerta se oyó: “Ñiiiiiiih” Y la abuela y yo dijimos: "Aggggggg ¡Qué susto!", y nos abrazamos de la risa. “Huuuuu”, se escuchó dentro, y era un fantasma, pero no daba miedo, porque los fantasmas no hacen nada. En el cuento, se encendieron las ventanas con la tormenta y los truenos, y la abuela y yo gritamos de mentira. Y dijo que ya no me contaba más.
-¡Que síiiiii!.
Y como era tarde, me contó el final. Y es que el gato se durmió en la escalera y el fantasma lo tapó con su sábana para que no tuviera frío. Entonces me puse a llorar. Y cuando la abuela me preguntó, le dije que era porque el reloj de la mesita de noche me estaba mirando, y eso sí que daba miedo.